Ciudad recobrada. Parte 2

Hace años tuve un sueño. Yo tenía 8 o 9 años y los Román nos preparábamos para irnos de vacaciones. Mi abuelo nos despertaba en plena la madrugada. Mi mamá y mis tías nos ordenaban a mis primos y a mí acumular las maletas y bolsas con ropa y comida en la sala. Mi abuelo se desabrochaba un enorme y pesado manojo de llaves de todas las formas y tamaños. Aseguraba las puertas de las habitaciones y las trastiendas de sus negocios. Después, con una enorme llave en mano, se acercaba a una antigua trampilla de madera que se hallaba debajo de la escalera que lleva a las habitaciones superiores. Abría un enorme y oxidado candado con incomprensibles letras grabadas. Mis hermanos y yo contemplábamos el movimiento sentados sobre las maletas y bolsas de ropa, ellos dos a punto de caer en un sueño profundo. Yo estaba tan emocionado que temblaba de la ansiedad por el viaje. Poco después, abuela invitó al cura de la iglesia local a la sala y este nos bendijo. Mi abuelo le entregó el candado y el cura lo santiguó. Cargando mochilas y bolsas bajamos por la trampilla. Primero descendimos por una antiquísima escalera de espiral hecha de hierro. Al llegar a la base hubo más y más peldaños, mucho más antiguos, lisos y muy desgastados, que conducían a una gruta. El viaje a la enorme ciudad subterránea que nos llevaría al mar duraría horas. Era un camino mi familia había caminado muchas veces por mucho tiempo. Ahí encontraríamos vestigios de otros viajes de muchas más familias, textos grabados en las paredes, incluso mi madre me hablaría de los antiguos vestigios mexicas y coloniales de la gruta. Tal vez en el viaje dormiría y mi cuerpo caminaría solo junto a mi familia. Despertaría en aquella ciudad luminosa, listo para desayunar pozole, pan y atole.

Son sueños de los que no me gustaría despertar nunca.

Mis sueños son ciudades en las que me pierdo. Las he visitado una y otra vez en el transcurso de los años, entre calles solitarias en un atardecer sin sol, montañas cubiertas de calles grises y jardines verdes entre basura y flores. Curiosamente, casi siempre he caminado en los límites, como si se tratara de los límites entre mis sueños y la realidad.

En un sueño, May Muñoz y yo huíamos tomando el metro San Lázaro, el cual nos llevaría al mar donde pasaríamos todo el día juntos, lejos de nuestras casas; en otro ella y yo, enfundados en ropa invernal blanca, yacíamos sentados en un camión que nos llevaría a las afuera de la ciudad, sobre la carretera a Puebla, mirando las planicies blancas por la nieve. Un sueño más: iba en mi bicicleta, en pleno pedido de Rappi. La ruta me llevó a los límites orientales de la ciudad, a un valle debajo de una gran montaña verde. Entregué una cajita a un grupo de arqueólogos. Con el contenido, que no alcancé a ver, abrieron un enorme retablo barroco dentro de una catedral que daba a un patio oculto desde la época colonial.

También mis pesadillas han tenido de escenario la ciudad misma. En una de las más antiguas, yo era un gato que corría en la calle a unas cuadras de mi casa, cerca de las vías elevadas del metro Pantitlán. La gente de la colonia se había encerrado en sus casas rápidamente. La calle estaba vacía, todos habían huido de un mal que recorría las calles. Miré detrás de mí. Lo vi transformarse de un niño pequeño a una masa gris, fría y peluda. Tenía pocos segundos para huir rápidamente en mi cuerpo de gato negro. Quería llegar a mi casa, pero no podía avanzar mucho. La calle estaba flanqueada por casas de dos pisos, de colores y grandes muros de concreto gris, con grafitis incomprensibles. Finalmente, escuché un aullido desgarrador.

Desperté.

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