Ciudad recobrada. Parte 1

Desde que era pequeño he sentido fascinación por las ciudades perdidas. Leía en enciclopedias sobre urbes dormidas y ocultas en la jungla maya (donde me llevarían a pasear mis tíos), invisibles en los desiertos africanos (que me cautivarían una madrugada estrellada en el Sahara), metrópolis en lo profundo de la vegetación del Indostán (donde se hablaron lenguas cuyas palabras aún usamos), o callejuelas casi medievales en Guanajuato o Guerrero (la primera no la he visitado nunca, la segunda me arrancó el corazón con sus fachadas barrocas).

Cuando jugaba de niño el primer elemento de la historia que creaba era una ciudad abandonada donde los personajes se perdían, pero encontrarían la salida después de vencer sus miedos y al villano de turno. Una silla, una cama, un enorme muro, un jardín lleno de refacciones de carro abandonados eran campo fértil para mis creaciones. Creía ciegamente en la existencia de aliens, fantasmas, organizaciones secretas, viajes en el tiempo, invasiones interplanetarias, robots gigantes y conspiraciones del gobierno. Devoraba los blockbusters de los veranos de los noventas mientras mi miedo por las películas de terror se perdía al quedar fascinado por las criaturas hermosas y repugnantes de los setentas, ochentas y noventas. La ciencia ficción, la acción y un poco la fantasía fertilizaron las tierras de mi reino.

Cuando empecé a imaginar y a escribir a los 12 años, muchas de mis primeras historias nacieron de esos deseos infantiles de descubrir algo. En la secundaria, esas ilusiones de lo oculto y paranormal poco a poco se disolvieron en el teenage angst y un creciente gusto por el animé. El placer de imaginar nunca desapareció, pero ninguna serie o manga podían satisfacer mi necesidad por mis propias historias. No eran como yo quería, no podía juguetear con sus elementos ya establecidos. Era como intentar mover una figura de viníl que al final podrías romper de tanto forzar. Nada era mío. Decidí escribir mis propias historias, crear mis propios misterios y secretos. Crear mis propias ciudades.

¿Qué modelo seguir para crear mis nuevas ciudades, mis nuevas historias? Dos fuentes: las fotografías de las ciudades árabes y españolas medievales de las enciclopedias de arte de mi madre y las fachadas barrocas del centro de la Ciudad de México. Aún sigo paseando por esas calles y me quedo largos minutos mirando esas fachadas antes de que la prisa, el trabajo o la corriente humana me arrastren. No puedo creer que hayan sido creadas por aristócratas con greguescos, cuellos de lechuguilla y valonas. Para mí son un mapa de lo divino, lo inalcanzable y dolorosamente inmoral congelado en piedra, como las serpientes náhuas incrustadas en sus bases. Semejante a mi migraña, veo el movimiento de todos los personajes y entramados geométricos moverse con vida propia, bendiciendo y revolviéndose eternamente. Por las noches, la luz de las farolas no es suficiente para alumbrarlas. A esa hora ya no veo el ruido y el bullicio en la piedra gris, como reflejo de los peatones, comerciantes, policías, autos, sonidos y aromas de la calle, sino el congelamiento del sueño al que se someten santos, demonios y geometría divina. La misma ciudad y su movimiento se congela en esas paredes, los fantasmas de los recuerdos olvidados se deslizan por entre los dedos, ropajes, fauces, alas, aureolas, espadas y aristas, acumulados por los 500 años de ciudad. Yo me paro frente a esa fachada como hace 250 años alguien se paró allí mismo y vio, seguramente, el universo condensado en una ciudad.

Los dramas urbanos no me interesaban en ese entonces (aunque las obras de Iñarritu y Buñuel sembrarían una semilla de ese tema que no germinaría en mi hasta muchos años después), sino la fantasía más parecida a la de Tolkien y los RPG japoneses de la PlayStation. Vivir en una megalópolis del tercer mundo también me había quitado la ilusión de gigantescas urbes celestiales, llenas de nobles reyes y guerreros, ciudades flotantes o templos con estatuas blancas llenas de palomas y campanas. Mis ciudades estaban llenas de suciedad, arena y comerciantes, de calles de asfalto gris, calientes por el sol, con perros y pobreza, que al levantar la cabeza miraban rascacielos brillantes, coloridos y perversos. Ciudades enanas, cuya catedral en el centro era de una magnificencia gris, donde los santos y demonios parecían bajar como una marabúnta de proporciones bíblicas. Y debajo de esas ciudades, más ciudades enterradas o debajo del agua, escenarios que la historia y la sangre derramada de sus habitantes quieren olvidar, pero que laten delatoras.

Mi relación con la ciudad empezó así, no como una utopia, un what if… escapista, sino un universo de piedra, vidrio y asfalto, donde mis personajes encontrarían, posiblemente, un sueño al que aferrarse entre reyes falsos o líderes inmorales.

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