Ciudad recobrada. Parte 2

Hace años tuve un sueño. Yo tenía 8 o 9 años y los Román nos preparábamos para irnos de vacaciones. Mi abuelo nos despertaba en plena la madrugada. Mi mamá y mis tías nos ordenaban a mis primos y a mí acumular las maletas y bolsas con ropa y comida en la sala. Mi abuelo se desabrochaba un enorme y pesado manojo de llaves de todas las formas y tamaños. Aseguraba las puertas de las habitaciones y las trastiendas de sus negocios. Después, con una enorme llave en mano, se acercaba a una antigua trampilla de madera que se hallaba debajo de la escalera que lleva a las habitaciones superiores. Abría un enorme y oxidado candado con incomprensibles letras grabadas. Mis hermanos y yo contemplábamos el movimiento sentados sobre las maletas y bolsas de ropa, ellos dos a punto de caer en un sueño profundo. Yo estaba tan emocionado que temblaba de la ansiedad por el viaje. Poco después, abuela invitó al cura de la iglesia local a la sala y este nos bendijo. Mi abuelo le entregó el candado y el cura lo santiguó. Cargando mochilas y bolsas bajamos por la trampilla. Primero descendimos por una antiquísima escalera de espiral hecha de hierro. Al llegar a la base hubo más y más peldaños, mucho más antiguos, lisos y muy desgastados, que conducían a una gruta. El viaje a la enorme ciudad subterránea que nos llevaría al mar duraría horas. Era un camino mi familia había caminado muchas veces por mucho tiempo. Ahí encontraríamos vestigios de otros viajes de muchas más familias, textos grabados en las paredes, incluso mi madre me hablaría de los antiguos vestigios mexicas y coloniales de la gruta. Tal vez en el viaje dormiría y mi cuerpo caminaría solo junto a mi familia. Despertaría en aquella ciudad luminosa, listo para desayunar pozole, pan y atole.

Son sueños de los que no me gustaría despertar nunca.

Mis sueños son ciudades en las que me pierdo. Las he visitado una y otra vez en el transcurso de los años, entre calles solitarias en un atardecer sin sol, montañas cubiertas de calles grises y jardines verdes entre basura y flores. Curiosamente, casi siempre he caminado en los límites, como si se tratara de los límites entre mis sueños y la realidad.

En un sueño, May Muñoz y yo huíamos tomando el metro San Lázaro, el cual nos llevaría al mar donde pasaríamos todo el día juntos, lejos de nuestras casas; en otro ella y yo, enfundados en ropa invernal blanca, yacíamos sentados en un camión que nos llevaría a las afuera de la ciudad, sobre la carretera a Puebla, mirando las planicies blancas por la nieve. Un sueño más: iba en mi bicicleta, en pleno pedido de Rappi. La ruta me llevó a los límites orientales de la ciudad, a un valle debajo de una gran montaña verde. Entregué una cajita a un grupo de arqueólogos. Con el contenido, que no alcancé a ver, abrieron un enorme retablo barroco dentro de una catedral que daba a un patio oculto desde la época colonial.

También mis pesadillas han tenido de escenario la ciudad misma. En una de las más antiguas, yo era un gato que corría en la calle a unas cuadras de mi casa, cerca de las vías elevadas del metro Pantitlán. La gente de la colonia se había encerrado en sus casas rápidamente. La calle estaba vacía, todos habían huido de un mal que recorría las calles. Miré detrás de mí. Lo vi transformarse de un niño pequeño a una masa gris, fría y peluda. Tenía pocos segundos para huir rápidamente en mi cuerpo de gato negro. Quería llegar a mi casa, pero no podía avanzar mucho. La calle estaba flanqueada por casas de dos pisos, de colores y grandes muros de concreto gris, con grafitis incomprensibles. Finalmente, escuché un aullido desgarrador.

Desperté.

Ciudad recobrada. Parte 1

Desde que era pequeño he sentido fascinación por las ciudades perdidas. Leía en enciclopedias sobre urbes dormidas y ocultas en la jungla maya (donde me llevarían a pasear mis tíos), invisibles en los desiertos africanos (que me cautivarían una madrugada estrellada en el Sahara), metrópolis en lo profundo de la vegetación del Indostán (donde se hablaron lenguas cuyas palabras aún usamos), o callejuelas casi medievales en Guanajuato o Guerrero (la primera no la he visitado nunca, la segunda me arrancó el corazón con sus fachadas barrocas).

Cuando jugaba de niño el primer elemento de la historia que creaba era una ciudad abandonada donde los personajes se perdían, pero encontrarían la salida después de vencer sus miedos y al villano de turno. Una silla, una cama, un enorme muro, un jardín lleno de refacciones de carro abandonados eran campo fértil para mis creaciones. Creía ciegamente en la existencia de aliens, fantasmas, organizaciones secretas, viajes en el tiempo, invasiones interplanetarias, robots gigantes y conspiraciones del gobierno. Devoraba los blockbusters de los veranos de los noventas mientras mi miedo por las películas de terror se perdía al quedar fascinado por las criaturas hermosas y repugnantes de los setentas, ochentas y noventas. La ciencia ficción, la acción y un poco la fantasía fertilizaron las tierras de mi reino.

Cuando empecé a imaginar y a escribir a los 12 años, muchas de mis primeras historias nacieron de esos deseos infantiles de descubrir algo. En la secundaria, esas ilusiones de lo oculto y paranormal poco a poco se disolvieron en el teenage angst y un creciente gusto por el animé. El placer de imaginar nunca desapareció, pero ninguna serie o manga podían satisfacer mi necesidad por mis propias historias. No eran como yo quería, no podía juguetear con sus elementos ya establecidos. Era como intentar mover una figura de viníl que al final podrías romper de tanto forzar. Nada era mío. Decidí escribir mis propias historias, crear mis propios misterios y secretos. Crear mis propias ciudades.

¿Qué modelo seguir para crear mis nuevas ciudades, mis nuevas historias? Dos fuentes: las fotografías de las ciudades árabes y españolas medievales de las enciclopedias de arte de mi madre y las fachadas barrocas del centro de la Ciudad de México. Aún sigo paseando por esas calles y me quedo largos minutos mirando esas fachadas antes de que la prisa, el trabajo o la corriente humana me arrastren. No puedo creer que hayan sido creadas por aristócratas con greguescos, cuellos de lechuguilla y valonas. Para mí son un mapa de lo divino, lo inalcanzable y dolorosamente inmoral congelado en piedra, como las serpientes náhuas incrustadas en sus bases. Semejante a mi migraña, veo el movimiento de todos los personajes y entramados geométricos moverse con vida propia, bendiciendo y revolviéndose eternamente. Por las noches, la luz de las farolas no es suficiente para alumbrarlas. A esa hora ya no veo el ruido y el bullicio en la piedra gris, como reflejo de los peatones, comerciantes, policías, autos, sonidos y aromas de la calle, sino el congelamiento del sueño al que se someten santos, demonios y geometría divina. La misma ciudad y su movimiento se congela en esas paredes, los fantasmas de los recuerdos olvidados se deslizan por entre los dedos, ropajes, fauces, alas, aureolas, espadas y aristas, acumulados por los 500 años de ciudad. Yo me paro frente a esa fachada como hace 250 años alguien se paró allí mismo y vio, seguramente, el universo condensado en una ciudad.

Los dramas urbanos no me interesaban en ese entonces (aunque las obras de Iñarritu y Buñuel sembrarían una semilla de ese tema que no germinaría en mi hasta muchos años después), sino la fantasía más parecida a la de Tolkien y los RPG japoneses de la PlayStation. Vivir en una megalópolis del tercer mundo también me había quitado la ilusión de gigantescas urbes celestiales, llenas de nobles reyes y guerreros, ciudades flotantes o templos con estatuas blancas llenas de palomas y campanas. Mis ciudades estaban llenas de suciedad, arena y comerciantes, de calles de asfalto gris, calientes por el sol, con perros y pobreza, que al levantar la cabeza miraban rascacielos brillantes, coloridos y perversos. Ciudades enanas, cuya catedral en el centro era de una magnificencia gris, donde los santos y demonios parecían bajar como una marabúnta de proporciones bíblicas. Y debajo de esas ciudades, más ciudades enterradas o debajo del agua, escenarios que la historia y la sangre derramada de sus habitantes quieren olvidar, pero que laten delatoras.

Mi relación con la ciudad empezó así, no como una utopia, un what if… escapista, sino un universo de piedra, vidrio y asfalto, donde mis personajes encontrarían, posiblemente, un sueño al que aferrarse entre reyes falsos o líderes inmorales.

Encuentro cosas que la hacen cada vez más tolerable

Aunque la pandemia terminó, siguen siendo días extraños. Se podría decir que lo normal para ser marzo, un marzo donde ha llovido con la frialdad del bajo otoño de octubre y el calor que desgarra la piel de los ciclistas que patéticos no usamos mangas largas. Voy con cierta velocidad todas las mañanas para poder llegar a los headquarters de la empresa de bicimensajería donde trabajo. Las calles de esta ciudad suelen ser muy duras. Todo mundo quiere pasar, llegar primero, aventarse y embestir contra otros, mostrar poder con las cuatro ruedas, dejar a todos atrás, presumiendo, a mi parecer, el más profundo ethos mexicanos y capitalinos.

Pero la semana antepasada, por el puente de Juárez, me quedé en mi casa, agotado y estático, sorbiendo café de frasco, comiendo arroz y verduras, escuchando los lives de funky house que una hermosa morena hace desde su habitación. Vi que mis hermanos habían estado escribiendo en el grupo privado que tenemos en WhatsApp. «El tío Mecho acaba de morir». Terminé mi bocado de arroz y nopales fritos, bajé el teléfono a mi pierna y coloqué nervioso el plato sobre la mesa improvisada que uso para comer mientras veo algo en la televisión. Las ruedas de mi ser se detuvieron en un skid puro, me hice a un lado del tráfico, escuché como los coches y camiones invisibles contra los que batallo diario aún sentado en mi sala, viendo documentales de DW o gameplays de los Game Grumps se callaron por unos segundos. Pensé en mi madre y busqué en mi cabeza y en mi pecho si seguía viva, si estaba bien. Pensé en si estaba enterada. Iba a ser un golpe duro para ella, para todos sus hermanos, para todos nosotros. Rápidamente terminé mi plato, me vestí apropiadamente y corrí a la casa de mis tíos. Allí estaban los dos, Toña y Elio, haciendo su quehacer diario, ininterrumpidos por nada, pero con un aura apagada, confusa, que intentaban ocultar bajo capas de normalidad y uno que otro comentario sobre el debió, hubiera. Ya estaba hecho.

Mi madre llegó unas horas después. Su semblante estaba contenido, a punto de desbordarse en un ligero llanto como en los peores días de su relación con su última pareja. Tomé las bolsas que cargaba sin ganas, las puse en cualquier lugar y la abracé. La abracé fuerte mientras ella hundía su cara en mi cuello y escuchaba silenciosos sollozos. Me di cuenta de que debía abrazar fuerte a toda mi familia, todos lo íbamos a necesitar. Comimos los 4 en silencio, sin el típico sonido de la pantalla y los videos que Elio veía en YouTube o capítulos sueltos de Everybody Hates Chris. En una llamada con mis tíos, mis primos confirmaron que el velorio iba a ser en esa misma casa.

Mis primos y sus familias comenzaron a llegar como pequeñas y potentes descargas a través del umbral de la casa, cargando bolsas de pan y comida que acomodaban por allí en la sala comedor. Mis tías y tíos llegaban con lágrimas en los ojos, el pecho un poco inclinado por el peso. Abracé a quien pude cuanto pude. Algunas de mis sobrinas entraban mirando sus celulares, un tanto indiferentes; otras mirando al piso, un poco rotas, incrédulas, con un padre menos. Horas después, al estar el ataúd de mi tío en la sala, rodeado de sirios y una cruz de cal trazada debajo del féretro, las nietas y nietos bajarían los teléfonos como máscaras que se caen temporalmente, dejando ver ojos rojos, íntimos y heridos.

No había estado en un velorio desde la muerte de mi abuela en el 2005. Durante la pandemia sólo tuve un amigo que murió, el capitán Memo, de cuyo fallecimiento me enteré por una publicación en Facebook, una semana después. Esa noche no pude dormir bien. El año pasado falleció una amiga mía y de mis hermanos, Alma, una brillante mujer de 31 años que batalló contra el cáncer con un ánimo y fuerza que pidió que su velorio en el Gayoso de la Roma fuera un momento de algarabía, lleno de mezcal y música, mientras ella sonreía pura y eterna en un ataúd, su cabeza ataviada con una hermosa peluca de colores. Dice mi hermano que se veía como una muñequita dormida. Yo no pude ver a Alma en su ataúd, no pude ver a mi tío mientras rezabamos el primer rosario. Sólo vi su nariz grande y morena, característica de mi familia. Parecía dormir realmente. Mi corazón se hubiera roto. Mientras más viejo me vuelvo, más sensible me pongo con tantas cosas.

Al día siguiente lo enterramos en el lote familiar junto a sus padres y a su hermano Juan Humberto, al que tanto amó que a su hijo le puso el mismo nombre. Ahora los cuatro están juntos. Siento que hay tantas ideas que pasan por las mentes de mis tías y tíos, contemplaciones, dudas, la consciencia de lo inevitable, aquella visita que a todos nos llegará. No sé cuánto miedo tengan, pero eso se refleja con el paso del tiempo. Por mi parte, desde antes de este suceso ya había pensado en que estoy a la mitad de mi vida. Cumplí 36 años hace un par de meses. Cada vez hago menos reuniones, fiestas, reencuentros. Pasé todo el día acostado y bebiendo en ropa interior en mi cama a lado de mi mejor amiga, ella también en ropa interior y con una magna resaca por la boda de su hermano el día anterior. Fue un día dulce, íntimo, terso. El domingo siguiente, mi familia vino a Pantitlán y celebramos con hamburguesas y una cerveza, viendo una película juntos. Cada año le encuentro un poco más de placer a la soledad. Encuentro y vivo cosas que la hacen cada vez más tolerable; sin embargo, el miedo a la soledad absoluta nunca se irá. Eso es algo que nos hace humanos. La muerte también está cada vez más presente. Jorge, Alma, Memo, mi padrino Roberto en diciembre, mi tío Mecho. Los tres primeros prácticamente de mi edad. El mejor amigo de mi amiga Adriana se fue de la noche a la mañana por un cáncer repentinamente descubierto en su cabeza. No duró muchos días. Adriana vino a la ciudad asustada, confusa, deseando verme y estar presente en una vida más allá de la suya y de sus hijas. Fue un par de meses antes de la pandemia, unas semanas antes del inicio de la amenaza de guerra nuclear, y bebimos café en mi mesa.

Es el saberme que posiblemente esté a la mitad del camino o menos lo que me ha traído a volver a sentarme frente a ustedes para hablar un poco. Una vez un compañero me dijo que la escritura maduraba con el escritor. Uno piensa al inicio en Borges publicado antes de la pubertad o Thomas Mann publicando su magna obra a los 25, escritores precoces. Hace tiempo que no escribo un cuento completo. En las mañanas, como todos los días montado en mis dos ruedas, pienso en la belleza de todas las cosas, en su tristeza, en la muerte que nos inmortaliza en las palabras que nos regaló mi madre a mis sobrinas y a mi a los pies de mis abuelos y mis tíos, convertidos ahora en espíritus, dioses que nos cuidarían a todos. La sonrisa de mi tío al verlo bailar con mi madre en diciembre, cumpleaños de mi tía Toña. Inmortal.

Música para acompañar: Opus – Ryuichi Sakamoto (https://youtu.be/B2LkV2PgRbk)

Páginas salvajes. 1: Paciencia, me dijo.

Dos cosas extraordinarias: finalmente regreso a redactar unas palabras a este blog y la más común de todas en los tiempos que corren: creo que tengo COVID. El mejor amigo de mi hermano lo contagió a él, seguramente en el funeral de su abuela. El domingo pasado pasé toda la tarde con mi hermano mirando la versión extendida de Las dos torres. Nunca me imaginé que fuera una infección tan silenciosa y sutil. Todos bajamos la guardia en los tiempos de la multitud. Comencé con algunos síntomas el lunes en la noche y dejé de ir a trabajar hasta el jueves. Me sorprende que no haya caído en cama como una estatua en un asedio.

He dormido mucho, descansado lo que no en meses. Apenas la semana pasada pude darme el lujo de tomar una siesta. En estos días de autoconfinamiento duermo diario una siesta. Creo que ya me hacía falta. Me hacían falta muchas cosas. Ahorita deseo con ahínco el poder regresar a la calle con mi bicicleta, pero debo ser paciente. Claro, paciencia. Mi trabajo consiste en cruzar la ciudad de poniente a levante llevando los productos que la gente espera con cierta impaciencia. Es ir deprisa, ratoneando en el tráfico, esquivando distraídos, subiendo y bajando puentes con los muslos hinchados y los tatuajes asoleados. A veces paciencia es lo último que deseo en muchos aspectos de mi vida, pero a mi edad ya entiendo qué es lo que debo esperar y qué no. «Esperanza es de tontos», me dijo una vez un profesor en la universidad. Ahora debo esperar a que mi salud mejore un poco. ¿Qué me hace tonto? ¿La impaciencia o la esperanza de regresar a la normalidad?

Y ya desde días antes había entendido que debía tener paciencia para sentarme y ponerme a leer. El miércoles en la noche me fui a la cama, me tapé bien y sudé mucho mientras leía de nuevo la biografía de Marcel Proust por George D. Painter, una obra tan colosal como la que creó el escritor francés. Creo que ya escribí con anterioridad mi episodio de gripa aguda del 2009, previo a la epidemia de AH1N1. Esos días también estuvieron marcados por Marcel Proust. Leí algunos ensayos y artículos durante mi viaje a Veracruz la Semana Santa de ese año y me enamoré del autor. Recién un año había pasado de los días profundos con May Muñoz e Ika Rubio, los recuerdos estaban frescos, los aromas aun muy presentes, las heridas comenzaban a sangrar de nuevo y no sabía hacia dónde dirigir mi vida después de eso. Como la música drone, quedé suspendido, en linea recta hacia ningún lugar, los ojos brumoso. Los conceptos de memoria y saltos temporales de Proust fueron una roca pulida, negra, en medio de un jardín zen sin rumbo, donde yo yacía perdido. La falta de aliento y la fiebre de mi resfriado me mantuvieron en cama con visiones de un siglo XIX mezclado con los edificios y torres de iglesia de roca cacariza del centro histórico y las páginas amarillentas y antiguas de mis deseos de sumergirme en la narrativa densa de Prout.

Ahora puedo respirar bien y puedo ver a Marcel ahogándose bajo las copas de los árboles y envuelto por las esporas y el polen de los jardines de Illiers que jamás volverá a visitar, que con paciencia recreará una y otra como una mitología única y hartante en la que refugiarse en su vida adulta y finalmente en su convalecencia y lo guiará por sus saltos temporales.

Yo deseo tener la paciencia suficiente para recrear esos días profundos con las palabras que se merecen y poderlas soltar al viento y que lleguen a los ojos y oídos de aquellos que me quieran escuchar. Ya regresé a este, mi espacio. Tal vez pueda volver a los días profundos, como agradecimiento de que sucedieron, de que puedo respirar un poco más en la superficie de este planeta.

Nostalgia. Parte 2

Hace unas semanas una ex novia y amiga me contactó. Regresó de Estados Unidos y entre los muchos pendientes que tenía que arreglar en el país, me pidió que le facilitara un viejo texto que escribí hace once años. En esos días yo tenía una cafetería que vendía poco o nada. Eli y yo nos conocimos por la mediación de un amigo mutuo, Alexis, y tuvimos química desde un principio. La química se convirtió en atracción. Éramos muy pequeños, de 19 y 23. La primera señal de amor vino con un beso que ella me robó después de haberle leído unos pasajes del texto. Ese amor fue intermitente, algo breve, intenso, brillante al grado de ser una llama que se apagó muy pronto. Cuando fue nuestra primera vez también fue la de ella. Sus nervios la delataban. Creo que yo fui el primer hombre que la vio completamente desnuda. Pero hasta la fecha, ninguno de los dos puede negar que hubo una llama de amor al abrazarnos sudados, compenetrados, ebrios sin una gota de alcohol.

El texto lo perdí hace mucho. Busqué y busqué entre libretas antiguas y no encontré ni una sola página relacionada. Era el prototipo de una novela llamada Flor de fresa y durazno, que nació como el guión de una trilogía de cortometrajes que se desarrollarían en un departamento. Alexis desarrollaría los cortometrajes 1 y 3, yo el 2. Era la historia de dos mujeres que inventaban personajes que ellas mismas actuaban, salían a ligar hombres y los llevaban al departamento donde continuaban con la mascarada. Al abandonar el proyecto de cortometrajes, al no poder encontrar dinero para la producción, yo retomé la idea y la intenté desarrollar como una novela. Hay algunas escenas que recuerdo con un poco más de claridad que las otras. Una de ellas es que una de las personajes protagónicas tiene su primera vez mirando al techo, donde ve un enorme jardín creciendo de cabeza y donde las flores tocan sus pies y piernas desnudas, con un riachuelo corriéndole por el torso.

Al no poder encontrar el texto pensé en reescribirlo para ella. Me senté al menos ocho veces frente a la computadora a componer un texto, cualquiera, para complacer su deseo. Me imaginé que ya no volvería a México con tanta frecuencia y querría llevarse algo mío, ese texto en especial que fue el que ayudó a crear ese vínculo. Fueron días lluviosos como en los que escribo esto que fue la última salida que tuvimos hace 10 años. Esa tarde llovió afuera del Ex Convento de Santa Teresa, donde fuimos a ver un performance redundante que abandonamos después de media hora. Yo saboreaba en mi boca una y otra vez su perfume que ahora he olvidado. (Seguramente lo he olido en otros cuellos, en otras calles, pero he olvidado su color). Salimos del edificio colonial y nos encontramos con un pequeño espectáculo de luminaria publica que manaba del asfalto. Unas cuantas fotos y luego unas más sentados en una banca de acero que ya no existe en ese sitio. Su mano con la mía, su mente en otro lado, la mía dentro de alguna historia o lo que viviríamos en el futuro. Poco después, entre varios mensajes más, me dijo que ya no deseaba salir conmigo. No recuerdo como lo tomé. Conociendome, algún dueto de cello y piano sonó dentro de mi cabeza.

Y aunque nos hablamos, buscamos, nos evitamos con el paso de los años, de alguna forma ella mantenía ese recuerdo por mí, el cual conservé pero guardé en algún rincón de mi corazón entre la necesidad de olvidar tantas cosas, tantos momentos y personas. Una vez me dijo alguien: eres un hombre que recuerda en un mundo donde la mayoría quiere olvidar. Y así como el personaje de Borges, no podía pensar.

Cuando le conté el por qué no le había entregado el texto, ella me comentó que ya se iba a casar, su prometido la había alcanzado hasta México y le daría un tour, así que no podríamos vernos para entregarle el texto. Ella es la última de las mujeres que más he amado y la última en casarse. No puedo negar que me dan celos, ya que un par de veces en los años anteriores habíamos hablado sobre un futuro matrimonio, tener hijos, ser una familia viajera. Ahora ese ya no es mi deseo. Hasta eso, andar en bicicleta me ha dado una perspectiva diferente, aderesado a que he tratado de trabajar mucho en mi educación sentimental y emocional. Ya no pensar tanto como el adolescente enamoradizo que era. Ha rendido frutos.

Cuando Eli y yo salíamos había un gran temor a la muerte y la violencia. Los días eran planos y al mismo tiempo cíclicos. Las rotativas y las calles se llenaban de fotografías de muertos, la tinta roja corría por las banquetas de la ciudad. Las voces, murmullos que hablaban con detalle sobre los mitos y verdades de la muerte en las afueras, lo que había traído una guerra que se sabía perdida desde un principio. Y aún en ese México de muerte, brotaron una flor de fresa y otra de durazno en los pies de dos jovencitos que se amaron como el agua del río y el mar.

Ahora los tiempos del coronavirus han sido un estanque en medio de la niebla. Hace un año seguía recuperándome de un colapso nervioso que me causó el estrés, la soledad, el aislamiento y beber demasiado para hacer frente a esos sentimientos. Impresionante para mí fue al final del año, ya que volví a encontrar el amor en la piel, ojos y voz de una persona que jamás me hubiera imaginado. Pero así como llegó, se fue como el sueño antes de despertar en año nuevo. Hace una semana me vacunaron y el presente eterno al que descendimos el año pasado ha clareado. Y en nuestro mundo cyberpunk aun sigue habiendo un futuro brumoso, amenazando a ser igual que el día de ayer, antier, un mañana repetido como el abrir una puerta y entrar en la misma habitación. Pero el cuarteto sigue sonando en mi cabeza como compuesto por Dustin O’Halloran.

Son los días en que ya no quiero adentrarme en las aguas de mi pasado, de amores que nunca olvidaré pero que no volverán. Es como estar en una barca, navegando un mar de luces nocturnas mientras la tierra se ve a lo lejos y hay un enorme festival. He navegado bastante tiempo, pero no quiero regresar al continente del que vengo, quiero navegar hacia otras islas. Sé que por el momento lo haré solo. No siento rencor contra nadie, ni contra mi mismo. Le desee lo mejor a Eli con una cierta felicidad y gusto que hubiera sido doloroso para mi yo de hace diez años. Son esos recuerdos que uno creería que son una fantasía producto de la soledad que pasé en los meses del año pasado. Sucedieron, somos parte de la historia del uno y del otro. La vacuna y la sintomatología de la semana pasada fueron un umbral enorme e imperceptible. No estamos a salvo, nunca lo estaremos del todo. Más cosas vendrán y nos azotarán con una fuerza a la medida de cada uno.

No recuerdo el final de Flor de fresa y durazno. Es más, no recuerdo haber pensado en uno.

Música para acompaár: Opus 28 – Dustin O’Halloran (https://youtu.be/DMGz_f3IaGk)

OLYMPUS DIGITAL CAMERA

Nostalgia. Parte 1

Trece años he vivido bajo una nostalgia constante. El 2008 fue uno de los años más profundos que he tenido en mi vida, un antes y después en mi persona, en mi escritura y mis ideas. Lobo Antunes dijo en una entrevista que el escritor que pierde la memoria, lo pierde todo. Entonces a mis 21 años se reforzó y enraizó mi necesidad de escribir, para reproducir todo lo que viví ese año. En el 2007 había escrito algunos cuentos que giraban alrededor de la memoria. Muchos de ellos los perdí entre computadoras, otros aún los tengo en algún archivo perdido en la nube, pero me avergüenza un poco releerlos.

Pero las olas de nostalgia llegan con el aroma del viento, el calor de la tarde, la lluvia intensa que moja las calles, con las horas mágicas que mi cabeza ha modificado tanto que me parecen hermosamente irreconocibles.

Este año fui al Vive Latino, poco antes de que se impusiera el distanciamiento social y el semáforo rojo. Fui con Ika, una vieja amiga con la que tuve una relación romántica muy profunda hace 13 años y que considero una de las mujeres que más he amado en mi vida. Ahora sólo somos amigos, pero vivimos años con sentimientos intensos y, muchas veces más, encontrados. Escuchamos a Porter, Zoé, Babasónicos, unos covers de Soda que tocó una banda desconocida pero muy buena, todos en los escenarios montados sobre la pista de carreras que se abrían alrededor del Foro Sol, a un par de kilómetros donde Ika vivía en el 2008, en el sillón donde mirábamos películas abrazados o yo jugueteaba con su delgado y blanco vientre mientras escuchábamos música a media luz.

La noche cayó entre presentaciones. Había alcohol en mis venas y estómago desde antes de entrar, pero nunca me subió la sangre al corazón y la cara para dejarme hundir en la nostalgia y su luz mágica y fría, cuando sentados en las gradas miramos las luces de los celulares encenderse con la noche de lienzo. Miles de ellas encendidas como una constelación artificial y mágica para un espectáculo barato como siempre es Zoé. No miré a Ika. Ella estaba ocupada con sus amigos que nos alcanzaron en la presentación de Porter. No tenía razón para mirarla con esos ojos que se clavan en las cuencas y que aún brillaban al haberse apagado las luces. Hace muchos años entendí que mi nostalgia es personal, a nadie más le importa.

Hace un par de años entendí que las historias contadas en una tarde de cervezas o un café en un encuentro con viejos amigos no son suficientes. Ellos no imaginan tu historia, es difícil transmitir tus sentimientos, sensaciones, imágenes, descripciones en una charla. Ellos tienen las suyas, sus memorias. Se imaginan su propia historia que les estás recordando con la tuya. Mucho tiempo conté una y otra vez las historias con May Muñoz e Ika en el 2008 hasta que yo me cansé de contarlas. Incluso yo me pregunté hasta qué punto todo era real o ficción, qué viví y qué mi cabeza y corazón “remasterizaron” como lo hacían con las horas mágicas de muchas tardes en ese año.

Fue un año sentimentalmente duro y complejo, donde viví los días más hermosos del amor, pero también los más desesperadamente solitarios, confusos y oscuros de mi primera adultez. No había respuestas claras, sólo el vómito de mi corazón como sangre y palabras sin forma que escupía por mi boca. Claramente ahora lo veo. Creo que estaba a miles de kilómetros de la claridad para escribir sobre lo qué sentía, pensaba, los días y noches con May e Ika, con los amores perdidos.

En las gradas, miré a Ika a mi lado. Me preguntó si estaba enojado. Le respondí que no, que estaba disfrutando el espectáculo. Lo disfrutaba todo, sonriendo discretamente. No iba a contarle ya sobre mis recuerdos, esos me los guardaba para mi. Ya no vomitaría sangre en las calles por la noche. Vomitaría sobre hojas de papel.

Nota que escribí antes de cumplir 33 años de edad y después de ver un hombre torturado

Ya casi cumplo 33 años. El subtítulo de esa edad para muchos es “La edad de Cristo”. Por la forma en cómo lo describen en el Nuevo Testamento, el Ungido era una especie de Doctor Manhattan que podía ver el pasado y el futuro con mucha más lucidez que el presente mismo. Tenía conocimiento del dolor que en el futuro sentiría por la tortura que los soldados romanos le infligirían en sus carnes humanas. Pequeño gran detalle al que lo lanzó su padre en los cielos, la carne humana no sólo reciente la linealidad temporal, el principio y el fin, sino el dolor que los demás de su misma especie le puede infligir en el alma y en la carne. Durante horas, sufrió el mismo suplicio que sufrirían las y los demás hijos en países pobres en un futuro. Me lo imagino sangrando sin parar bajo el conteo en griego del número de latigazos que un soldado de bajo rango, números en una lengua común que algún notario público tomaba. Allí, en su omnisciencia, el Ungido vio a centenas de versiones del mismo soldado y policía contar números o amenazas ante un notario, visible e invisible, por debajo del ensordecedor grito, en castellano o en lengua indígena o africana, la súplica y el deseo de la muerte antes de dar información, o en el peor y más común de los casos, confesar a carne abierta que no tenían conocimiento de nada de lo que lo acusaban.

Ya casi cumplo 33 años. El dolor más profundo que he sentido en muchos años fue cuando al cumplir 32 me hicieron un tatuaje en el pecho. En un momento me di cuenta que no terminaría pronto. El dolor alarga el tiempo, infinitamente. Durante unas horas te acostumbras a la idea de que no terminará. Sostenía la mirada en el techo y veía sin ver el blancuzco programa de manchas y telarañas del lugar. La música se pierde, pero te irrita cada género posible en la sesión. La tatuadora te odia, no se apresura, no hace nada más por tu silenciosa agonía mas que seguir y seguir, pensando ella en hacer bien su trabajo, pensando tú en que le da placer tu silencio. 

¿Qué habrán pensado los torturadores del Ungido y de los miles y miles de prisioneros y desaparecidos de nuestros pobres (de dinero) países y continentes? Hace años el documental The Act of Killing (2012) nos mostró como un país entero puede convertirlos en grandes estrellas que complacen a su público rememorando con lujo de detalle como acababan personalmente con la amenaza comunista. Hombres normales, comunes y corrientes que gustan de pasearse por las calles de su nación, con la cabeza en el pasado y sus cuerpos maduros a un paso de la senectud, con lentes oscuros y camisas de seda. El Ungido miró hacia sus torturadores y vio a hombres comunes y de mirada dorada de todas las razas habidas y por haber. Se dio cuenta de que estos hombres tenían una capacidad similar a la de él, poder ver todos los tiempos habidos y por haber casi como si fueran el mismo. Cuando un látigo con navajas le arrancó un pedazo de carne, el Ungido bajó la mirada del cielo y los cerró fuerte, no pudo escuchar su propio grito ni el calor de su propia sangre escurriendo por su piel. Todo fue oscuro.

¿Por qué? ¿Por qué debía renovarlo todo? Hacer las cosas nuevas, cada rincón del cosmos, se preguntó. Debió levantar un instante la mirada mientras más carne le era arrancada de la espalda. Un disparo en el pecho en una escuela de Bolivia, los arrancados en una escuela de mecánica en Argentina, obligado a cantar con un ojo de sangre en la garganta, con las uñas arrancadas en un calabozo tropical, sintiendo choques eléctricos en la vagina, la violación de miles de millones de perros entrenados, su piel tatuada desollada en una clínica en Baviera. El tiempo se estira, se prolonga hasta el infinito, el dolor y la sangre de derrama por la línea del tiempo que nos hacen memorizar en las aulas escolares. Año 0 después de Cristo.

Aquellos días donde apenas podía respirar

Todos tenemos un psicólogo, a veces muy oculto, dentro de nuestras cabezas. Hay días y momentos en los que nos habla claramente, gritándonos en cada célula de nuestro cerebro, advirtiéndonos, embriagándonos con lucidez; hay otros días que sencillamente es un silencio repentino en los momentos más tensos y desesperados, en los que no somos conscientes de lo que estamos por hacer. El mío me ha pedido, implorando, que escriba unas líneas y recupere este espacio. Una copa de vino después (a falta de cerveza y frescura en este ambiente caliente por una lluvia tímida y seca), estoy hablando en unas cuantas líneas sobre los días del año más pesado que he tenido en mucho tiempo.

Las enfermedades respiratorias en la primavera me han parecido siempre una cruel ironía. En uno de mis viajes familiares a Guerrero, atrapé resfriado por el cambio de temperatura muy brusco que provocó un ventilador en el cuarto de hotel. Las aguas del mar limpiaban mis fosas nasales, mi cuerpo tenía energía, pero los desvelos por los síntomas eran fatales. Escuchaba a mi familia dormir plácidamente, roncando con el son de las olas, mientras yo no podía conciliar el sueño, pero esas mismas olas que me habían golpeado la piel durante el día, me acariciaban invisibles en cada poro tostado por el sol.

La peor gripa que tuve (no inducida por las vacunas contra la influenza) fue una semana antes de la epidemia de AH1N1 que azotó silenciosa entre medios y secretarías estruendosas en el año 2009. Fui de viaje a Veracruz con mi familia a inicios de abril. Al regresar, mi madre había cambiado todas las almohadas de la casa. Teníamos un cómodo sillón que me recordaba un trozo enorme de pastel de chocolate donde me gustaba tomar siestas y hasta dormir por las noches. Un día después tenía un ligero resfriado que se convirtió en una complicación respiratoria. Iba a mis clases en la universidad apenas respirando. El susto real vino después de una clase de literatura, donde después de caminar 10 metros apenas podía respirar. Llamé a mi madre a casa, pidiéndole que me recogiera en la facultad, pero se negó. Vivíamos demasiado lejos, en el oriente.

Algunos pasos y luego descansar, esa fue la clave de mi regreso. Ir de la estación Copilco a Agrícola Oriental, arrastrando los pies en el asfalto y esperar con paciencia para retomar el aliento, fueron de las horas aleccionadoras de mi vida. (Esas lecciones de paciencia servirían años después en historias que tal vez te contaré, con bicicletas rotas y sangre por todos lados.)

Deseaba estar en Coyoacán bebiendo un chocolate o paseando por los jardines de Ciudad Universitaria, con mi morral lleno de libros que no alcanzaba a terminar de leer por las tareas que no terminaba de hacer, pero con capítulos tan brillantes que aún rompen mis palabras y mis ganas de escribir. Asiéndome en el tubo cromado del interior del vagón, saboreaba en mis audífonos algún tango interpretado a piano que tanto me gustaban, mientras forzaba a mis pulmones dejar entrar el aire suficiente para llegar a mi casa. Nadie me miraba con extrañeza. Era casi invisible. Los meses y años anteriores a una pandemia son la indiferencia total a cualquier síntoma. Alguien puede estornudar, toser, moquear, tocar manos y no mostrar repulsión. Tampoco duda. La confianza que uno no puede tener para su trabajo, su obra, sus propias palabras, las tiene para mirar con indiferencia una enfermedad común como es la influenza.

Llegué a mi casa, respirando con un ruido agresivo y agotado. Mi madre me reclamó por qué no haberla llamado de nuevo para que pudiera ir por mi en su automóvil. No sé, hasta la fecha, si fue mi la palidez de mi rostro enfermo o el sonido de mi garganta forzada lo que la hizo cambiar de opinión sobre mi condición y me dijera esas palabras maravillosas. “Metete a bañar y acuéstate. Ahorita te hago un té y un caldito.” Estaba salvado.

En la fiebre soñé con Ana Karenina. Un mes antes mi padre me había comprado la novela en un, yo creo, arranque de paternidad cumplidora. Por la cantidad de libros que tenía en mi lista de espera, sólo había leído el prólogo sentado afuera del MUAC. Pero en mi delirio de fiebre, soñé con un enorme banquete decimonónico, soldados bien vestidos, damas de enormes faldas, un piano suave y elegante de fondo, mis cobijas cubriéndome mientras mi perro me acompañaba, descalzo debajo de los finos manteles imperiales y la vajilla de porcelana delante de mi. Un caballero se me presentó, extendiéndome la mano. Pensé que su bigote era demasiado francés. Su peinadito de lado, popular, pensé, en México entre los niños estudiantes de zapatos asoleados y sacos percudidos, era demasiado antiguo. “Me llamo Marcelo”, me dijo en un perfecto español mexicano. Pasaron los días. Amigos me visitaron, me fui recuperando entre sueños repetidos en un loop exquisito y ridículo al mismo tiempo.

Yo nunca he tenido mucho dinero. Para mi, 4 mil pesos son un lujo. La primera tarde que me pude levantar de la cama, tenía 1500 pesos en mi bolsillo. Lo primero que pensé fue en ir al centro y comprarme algo bonito. Los mismos tangos interpretados en piano que pedía en el restaurante naturista de Madero o al pianista del Latin quarter son los que escucho cada mañana o mientras bebo una botella de vino. Esa tarde en Madero, los escuchaba como el que recién había salido de la cárcel y disfrutaba sus primeros saboreos de libertad lejos de una celda, lejos de un problema respiratorio, lejos de las palabras y los pendientes escolares. Caminé por horas en los barrios bajos alrededor del Zócalo hasta encontrarme en Madero. Como costumbre de años, pase a la librería de ocasión. Me vi emocionado por los billetes que sobaba en mi bolsillo y me compré el primer volumen de A la busca del tiempo perdido, editado por Valdemar.

Caminé hasta avenida Chapultepec y Eje Central. Tomé el camión que me llevaría hasta el Balneario Olímpico y me fui sentado, hojeando las fotos y pequeños textos explicativos al inicio del volumen. Leí la cronología completa de la vida de Proust, apenas respirando, porque aún me achacaban las flemas. Mi respiración se complicó a leer su destino. Llegamos al Balneario y bajé para caminar hasta mi casa, dos o tres calles. Dormí tranquilo para despertar mejor de mis pulmones.

Al día siguiente la pandemia de AH1N1 había iniciado y todas las clases universitarias habían sido suspendidas.

El psicólogo dentro de mi cabeza me pide que hable de esto. Hay miles de historias afuera mucho más interesantes y que seguramente construirán un género que todas las editoriales publicarán. La literatura de la pandemia es algo que estará en las estanterías. Ríos de tinta se derramarán sobre testimonios, estadísticas, ficción, ciencia ficción, historia y ciencia, no sólo en México, sino a nivel global. ¿Hubo sobre México en el 2010? No estoy seguro. Tanto yo estaba más preocupado por un cortometraje jamás filmado en ese año, como todos estaban más interesados en el recrudecimiento de la guerra contra el narco. Fue el año que tuve mi antepenúltima novia y a veces caminábamos viendo los encabezados de los periódicos sobre desmembramientos y asesinados en las provincias.

Una pandemia fue olvidada por el temor de la guerra. La muerte de los que murieron en esas fatídicas semanas de abril y mayo fueron olvidadas por el recrudecimiento de la guerra y la violencia.

Esta pandemia no será olvidada por nadie. Aún no termina y estamos resintiendo los efectos psicológicos, y aún faltan los económicos. La pandemia de una gripe que fue transmitida, según la creencia popular, por los ricos viajeros acostumbrados al jet lag, que mata ancianos, gente con sobrepeso e inmunodeficientes, que no afecta a niños, pero provoca la muerte de treintañeros asustados, está provocando estragos en una ciudad como Nueva York, que solamente ha vivido muy pocas veces un escenario parecido al que la retratan las películas, diezmando las poblaciones seniles de Europa y destrozando el ilusorio balance de la sociedad conectada.

La Ciudad de México no es la excepción. La ciudad se volvió solitaria, taciturna, llena de lluvias que casi nadie presencia en la calle y atardeceres silenciosos, rotos por el camión ocasional que ruge a lo lejos o el perro que ladra iniciando su guardia. Llevo tres años de repartidor en bicicleta y cada día es un domingo de cruda. La cerveza es inexistente dentro de los refrigeradores de los Oxxo y 7eleven. La gente bebe vino con más frecuencia, mirando Netflix o charlando por agotadoras videollamadas. No agotadoras por la fiesta y parranda en las que se convierten, sino que esa útil herramienta de trabajo o de amor lejano se ha vuelto el símbolo perfecto de las nuevas interacciones humanas, donde será menos frecuente el tocar, oler, saborear al otro. Tal vez un día sea incorrecto tocar a quienes amamos.

El mundo después de la pandemia será muy diferente. Hace semanas sufrí un ataque de ansiedad por el estrés que había acumulado de meses y la tensión que provocan las noticias y los testimonios de los demás. Me sentía un naufrago entre invisibles. Tú te fragmentas en el espacio y flotas sin poder asirte ni de tus trozos. Respirar es el esfuerzo poético para aliviar lo que uno siente en unos tiempos de los que jamás se nos avisaron, que jamás esperamos, que posiblemente jamás olvidaremos. Hay científicos que nos avisaron que cada 100 años sucede algo similar. ¿Por qué esperar a que vomitemos posmodernamente la sensación de que estamos atrapados?

Mayo, 14 y 2020

¿Y si llueve café?

1

Hace unos días bebió café de más. Salió a pasear o comer con sus amigos varias veces después de su jornada de trabajo. A ratos se sentía cansado, adormecido. Una taza de café, a veces dos. Buscaba como loco, antes de sus encuentros, un K o una cafetería desconocida pero acogedora en un centro comercial, pedir un cappuccino con azúcar o un americano con azúcar. Bebía sentado a lado de alguien, esperando, en medio de una charla. Al final recordó que había un límite, su barra se había llenado. Una mañana sintió la necesidad de la primera taza para poder arrancar la primera parte del día. La bebió con un ligero sentimiento en el pecho. Al pasar los minutos se sentó, encendió su PlayStation y vio una maratón completa de los Simpson en YouTube. No se cambió la ropa, no leyó, no hizo nada, tan sólo limpiar la casa. La necesidad de la segunda taza le surgió a media tarde. La sensación apesadumbrada en su pecho se hizo más profunda. Quiso calmarla con algo, tal vez un trago, un cigarro, algún vapor o líquido que lavara el corazón que le pesaba. No había sustancia natural o artificial (al menos a su mano) que le calmara o lavara de la sensación su alma.

2

Las lluvias tardaron en llegar a la ciudad este año. Intensísimas olas de calor hicieron arder las calles por meses, no sin antes haber agitado los cuerpos y mentes con una profunda y densa nube de contaminación. Varios de mis compañeros reportaron trabajar entre nubes densas de niebla en los límites del poniente, las cuales se tragaban su visión y los ponían nerviosos al acordarse de películas y videojuegos. Yo salí un par de días a trabajar y tuve diversos malestares físicos: migraña, dolor de garganta, ardor en los ojos. Pero lo que me conmovió no fue la calidad del aire o las enfermedades, sino las lluvias intensas que todos esperaban y yo tanto temía. 

La primera de estas llegó una tarde, sin aviso. Fue tan intensa como una lluvia de septiembre, arrasando con las lonas de los puestos y la ropa tendida, tragando las luces de los faroles y opacando su intensidad. Los locatarios se asomaban a través de los umbrales, debajo de las pesadas cortinas enrolladas y disfrutaban mientras temían un poco. 

(Seguramente el agua estaba muy sucia, repleta de sustancias extrañas y tóxicas. Acompañé a una amiga al médico a una cuadra de nuestra casa. La lluvia nos atrapó poco después de salir del consultorio. Pesqué la peor gripa del año.) 

Hace una semana llovió con una intensidad inédita para los meses que corren. Varias estaciones del metro se inundaron, la enorme bandera de la Plaza de la Constitución ondeaba con la furia de un dragón desbocado, ni los soldados pudieron contenerla para enrollarla. A mi me atrapó de regreso a casa, con una rodilla sangrante por un accidente que tuve ese día y montado en mi bicicleta recién ajustada y engrasada. El agua me llegó a las piernas. Ratonee entre trailers y carros atontados y lentos en los carriles de alta sobre Viaducto. Al llegar a casa, se me antojó un baño y un café. Sólo aquellos que amamos a esta ciudad profundamente tenemos el derecho a odiarla con la misma intensidad.

(Apenas recuerda el placer que le provocaba el mirar llover desde las ventanas de su oficina o de los sábados de descanso, tirado en su sillón. No envidia a quienes siguen viendo la lluvia así, sino que los odia un poco, ya que el placer de ellos se entromete con el placer que le provoca el andar sobre dos ruedas.)

3

La ansiedad provocada por la cafeína y el alcohol es, posiblemente, el origen de muchos de los males de la humanidad. Desde pequeño le enseñaron que los placeres más grandes tienen consecuencias muy malas. Por eso insistieron en que amara a Dios por sobre todas las cosas, ya que nada de lo que provocaba Él era malo. (Nadie podía concebir la idea de odiarlo, porque todo era bueno.)

El café, fuente de la energía después de los veintes, origen de buenas y profundas conversaciones y postales rebuscadas para depresivos como él (y el 90% de la raza humana), era uno de los gatillos de su ansiedad. Solución sencilla: optar por otra bebida menos agresiva, pero igual de rebuscada: el té. Empezó hace unas horas con té verde. Encontró que el té de manzanilla, que su madre le daba para aliviar los malestares estomacales, era excelente para calmar la ansiedad. El martes irá al súper a comprar más cajas. No tiene prisa por llenar el vacío de las soledades en su casa con alguna bebida, ya sea alcohol, café, té, algo de tabaco. Tiene ansiedad por la idea misma de la ansiedad. 

Se tomó el segundo té a media tarde. Las nubes se aproximaban desde el oriente. Los cerros, que daban sombra al Estado de México y se abrían hasta los volcanes de Puebla, desaparecieron debajo de un enorme muro gris, acuoso, espeso, como si el mar frío del hemisferio norte se levantara para caer sobre la tierra en un sonoro golpe. La ansiedad se levantaba de debajo de sus pies, subía sus piernas, apretaba su torso con la misma intensidad de espesa del cielo de primavera. Se vio delante del muro gris. El sonido de la ciudad se ahogó entre las gotas gruesas. Pensó que un día esta ciudad iba a terminar debajo del agua y ya ni una sola alma viviría cerca para oler los bosques empapados de melancolía y cantos de aves, ajolotes renacidos y algún halcón fugitivo de una antigua jaula. Él, seguramente, quedaría debajo del remolino de agua salada que brotaría de nuevo sobre su barrio gris, “El lugar de las banderas”. Sacó la mano por la ventana, el aroma lo sumergió y sacó la cabeza para sentir las gotas golpearle el cabello, como una caricia consoladora. Respiró profundo y miró al vacío desde su quinto piso.

Junio, 19 y 2019

Artica – Annuminas