Aunque la pandemia terminó, siguen siendo días extraños. Se podría decir que lo normal para ser marzo, un marzo donde ha llovido con la frialdad del bajo otoño de octubre y el calor que desgarra la piel de los ciclistas que patéticos no usamos mangas largas. Voy con cierta velocidad todas las mañanas para poder llegar a los headquarters de la empresa de bicimensajería donde trabajo. Las calles de esta ciudad suelen ser muy duras. Todo mundo quiere pasar, llegar primero, aventarse y embestir contra otros, mostrar poder con las cuatro ruedas, dejar a todos atrás, presumiendo, a mi parecer, el más profundo ethos mexicanos y capitalinos.
Pero la semana antepasada, por el puente de Juárez, me quedé en mi casa, agotado y estático, sorbiendo café de frasco, comiendo arroz y verduras, escuchando los lives de funky house que una hermosa morena hace desde su habitación. Vi que mis hermanos habían estado escribiendo en el grupo privado que tenemos en WhatsApp. «El tío Mecho acaba de morir». Terminé mi bocado de arroz y nopales fritos, bajé el teléfono a mi pierna y coloqué nervioso el plato sobre la mesa improvisada que uso para comer mientras veo algo en la televisión. Las ruedas de mi ser se detuvieron en un skid puro, me hice a un lado del tráfico, escuché como los coches y camiones invisibles contra los que batallo diario aún sentado en mi sala, viendo documentales de DW o gameplays de los Game Grumps se callaron por unos segundos. Pensé en mi madre y busqué en mi cabeza y en mi pecho si seguía viva, si estaba bien. Pensé en si estaba enterada. Iba a ser un golpe duro para ella, para todos sus hermanos, para todos nosotros. Rápidamente terminé mi plato, me vestí apropiadamente y corrí a la casa de mis tíos. Allí estaban los dos, Toña y Elio, haciendo su quehacer diario, ininterrumpidos por nada, pero con un aura apagada, confusa, que intentaban ocultar bajo capas de normalidad y uno que otro comentario sobre el debió, hubiera. Ya estaba hecho.
Mi madre llegó unas horas después. Su semblante estaba contenido, a punto de desbordarse en un ligero llanto como en los peores días de su relación con su última pareja. Tomé las bolsas que cargaba sin ganas, las puse en cualquier lugar y la abracé. La abracé fuerte mientras ella hundía su cara en mi cuello y escuchaba silenciosos sollozos. Me di cuenta de que debía abrazar fuerte a toda mi familia, todos lo íbamos a necesitar. Comimos los 4 en silencio, sin el típico sonido de la pantalla y los videos que Elio veía en YouTube o capítulos sueltos de Everybody Hates Chris. En una llamada con mis tíos, mis primos confirmaron que el velorio iba a ser en esa misma casa.
Mis primos y sus familias comenzaron a llegar como pequeñas y potentes descargas a través del umbral de la casa, cargando bolsas de pan y comida que acomodaban por allí en la sala comedor. Mis tías y tíos llegaban con lágrimas en los ojos, el pecho un poco inclinado por el peso. Abracé a quien pude cuanto pude. Algunas de mis sobrinas entraban mirando sus celulares, un tanto indiferentes; otras mirando al piso, un poco rotas, incrédulas, con un padre menos. Horas después, al estar el ataúd de mi tío en la sala, rodeado de sirios y una cruz de cal trazada debajo del féretro, las nietas y nietos bajarían los teléfonos como máscaras que se caen temporalmente, dejando ver ojos rojos, íntimos y heridos.
No había estado en un velorio desde la muerte de mi abuela en el 2005. Durante la pandemia sólo tuve un amigo que murió, el capitán Memo, de cuyo fallecimiento me enteré por una publicación en Facebook, una semana después. Esa noche no pude dormir bien. El año pasado falleció una amiga mía y de mis hermanos, Alma, una brillante mujer de 31 años que batalló contra el cáncer con un ánimo y fuerza que pidió que su velorio en el Gayoso de la Roma fuera un momento de algarabía, lleno de mezcal y música, mientras ella sonreía pura y eterna en un ataúd, su cabeza ataviada con una hermosa peluca de colores. Dice mi hermano que se veía como una muñequita dormida. Yo no pude ver a Alma en su ataúd, no pude ver a mi tío mientras rezabamos el primer rosario. Sólo vi su nariz grande y morena, característica de mi familia. Parecía dormir realmente. Mi corazón se hubiera roto. Mientras más viejo me vuelvo, más sensible me pongo con tantas cosas.
Al día siguiente lo enterramos en el lote familiar junto a sus padres y a su hermano Juan Humberto, al que tanto amó que a su hijo le puso el mismo nombre. Ahora los cuatro están juntos. Siento que hay tantas ideas que pasan por las mentes de mis tías y tíos, contemplaciones, dudas, la consciencia de lo inevitable, aquella visita que a todos nos llegará. No sé cuánto miedo tengan, pero eso se refleja con el paso del tiempo. Por mi parte, desde antes de este suceso ya había pensado en que estoy a la mitad de mi vida. Cumplí 36 años hace un par de meses. Cada vez hago menos reuniones, fiestas, reencuentros. Pasé todo el día acostado y bebiendo en ropa interior en mi cama a lado de mi mejor amiga, ella también en ropa interior y con una magna resaca por la boda de su hermano el día anterior. Fue un día dulce, íntimo, terso. El domingo siguiente, mi familia vino a Pantitlán y celebramos con hamburguesas y una cerveza, viendo una película juntos. Cada año le encuentro un poco más de placer a la soledad. Encuentro y vivo cosas que la hacen cada vez más tolerable; sin embargo, el miedo a la soledad absoluta nunca se irá. Eso es algo que nos hace humanos. La muerte también está cada vez más presente. Jorge, Alma, Memo, mi padrino Roberto en diciembre, mi tío Mecho. Los tres primeros prácticamente de mi edad. El mejor amigo de mi amiga Adriana se fue de la noche a la mañana por un cáncer repentinamente descubierto en su cabeza. No duró muchos días. Adriana vino a la ciudad asustada, confusa, deseando verme y estar presente en una vida más allá de la suya y de sus hijas. Fue un par de meses antes de la pandemia, unas semanas antes del inicio de la amenaza de guerra nuclear, y bebimos café en mi mesa.
Es el saberme que posiblemente esté a la mitad del camino o menos lo que me ha traído a volver a sentarme frente a ustedes para hablar un poco. Una vez un compañero me dijo que la escritura maduraba con el escritor. Uno piensa al inicio en Borges publicado antes de la pubertad o Thomas Mann publicando su magna obra a los 25, escritores precoces. Hace tiempo que no escribo un cuento completo. En las mañanas, como todos los días montado en mis dos ruedas, pienso en la belleza de todas las cosas, en su tristeza, en la muerte que nos inmortaliza en las palabras que nos regaló mi madre a mis sobrinas y a mi a los pies de mis abuelos y mis tíos, convertidos ahora en espíritus, dioses que nos cuidarían a todos. La sonrisa de mi tío al verlo bailar con mi madre en diciembre, cumpleaños de mi tía Toña. Inmortal.
Música para acompañar: Opus – Ryuichi Sakamoto (https://youtu.be/B2LkV2PgRbk)